sábado, 30 de enero de 2010

SIERRALLANA

El pasado día 5, cuando SS. MM. de Oriente daban comienzo, con renovado entusiasmo, a su mágica labor de todos los años, yo era trasladado en ambulancia al Hospital de Sierrallana, aquejado de una afección que no viene a cuento describir para lo que quiero contar. El caso es que, no bien entró la ambulancia en las dependencias de urgencias, me vi rodeado por un grupo de médicos y enfermeras que, con admirable diligencia y profesionalidad, me hicieron toda clase de pruebas hasta dar con el origen del problema, paliar sus consecuencias y dejarme instalado en una habitación que compartía con otro paciente.
La habitación era sencilla; dos camas articuladas, separadas por un pasillo y una cortina abatible, un armario de uso doble, un baño con ducha, dos butacas reclinables y dos asientos plegables a ambos lados de las camas. En resumen, una estancia modesta pero suficiente, funcional se dice ahora, para quien esta allí el tiempo imprescindible para restaurar su deteriorada salud. Lo único que me llamó la atención en cuanto pude hacerme cargo del equipamiento es que, además del sencillo mobiliario descrito, sobre el armario compartido había una pantalla de televisión que, a mi juicio, desentonaba tanto del resto del mobiliario como del lugar de reposo, tranquilidad y recuperación que se supone debe de ser la habitación de un hospital.
Me pasé el resto de la noche cavilando sobre quien sería mi compañero de habitación, al que sentía pero no veía, cómo me adaptaría al régimen de vida del hospital y cuando me retirarían la sonda gástrica que tanto me molestaba.
Llegó por fin la mañana y conocí a mi compañero Félix;
Era un chico subnormal al que acompañaba y cuidaba su hermana
Rosi; y aquí comenzó una de las vivencias más enriquecedoras que he experimentado en muchos años. Rosi era callada y solo se la oía el escaso dialogo con su hermano, Lis, Cuco, cuando en sus accesos de tos le auxiliaba y consolaba con admirable habilidad y cariño; pensé que Rosi sería relevada por algún otro familiar por la tarde, la noche siguiente, el día siguiente, pero el relevo no se produjo y Rosi, sin salir a comer, sin cambiarse de ropa y sin el menor gesto de cansancio o hartazgo siguió asistiendo a su hermano con ejemplar abnegación y cariño durante siete días. Cuando, admirados por su actitud y comportamiento, los míos y yo quisimos hacerle ver el riesgo en que ponía su salud y elogiamos su comportamiento, nos replicó con sencillas y hermosas palabras que también ella había recibido mucho de Lis y que, de los de casa, ella era la que mejor le entendía.
Al octavo día dieron el alta a Félix y, en ambulancia, acompañado por su hermana, se fueron camino a su preciosa tierra lebaniega, dejando entre nosotros la impresión de haber convivido con una “santa civil”, una de esas personas que nos hacen sentirnos orgullosos de pertenecer a esta especie que, en ocasiones, tantas atrocidades comete.
Con el alta de Félix llegó también mi traslado a la planta que por mi dolencia me correspondía, cosa que sentí doblemente; por dejar tan admirable compañía y por cambiar de equipo de enfermeras, pues aunque todas sean magnificas profesionales, las de la ala C, donde estuve inicialmente rebasaban con mucho sus obligaciones poniendo, por su cuenta, un plus de amabilidad y cariño que en circunstancias como la mía viene a ser una medicina más y no la menos importante.
Mi nueva habitación era gemela de la anterior y con idénticos muebles y servicios. Aún no me había instalado cuando llegó el segundo inquilino, mi nuevo compañero Adolfo, algo más joven que yo, 55/60 años calculo, con una cohorte de acompañantes que pusieron la habitación a rebosar, haciendo que la puerta pareciese la del metro de Sol en hora punta.
Lo primero que me preguntó Adolfo, después del frío saludo protocolario, fue si tenía tarjeta para la tele, ya que la suya estaba a punto de terminarse; le contesté, exagerando, que no veía la tele ni en mi casa; no obstante él mandó a una de sus acompañantes a comprar el susodicho tique y en una de mis escapadas a la sala, huyendo del “guateque” me encontré, a mi vuelta, con la tele puesta. La enviada había vuelto con la noticia de que la máquina expendedora de los tiques estaba estropeada, pero Adolfo había decidido “quemar el último cartucho” de su tique y encender la PTV. No voy a ocultar mi maligno regocijo por la avería de la máquina ni mi enfado por verme obligado a ver y escuchar el artefacto, dada su situación y la de las camas, y más cuando la “comparsa” salió de la habitación dejándome “solo ante el peligro”, tendido en la cama, sin encontrar postura para eludir las imágenes y el sonido del aparato. Menos mal que, al cabo de media hora aproximadamente, la pantalla empezó a emitir mensajes de que se autoapagaría por falta de “combustible” y, efectivamente, así sucedió en un cuarto de hora.
En este lapso, entre el cabreo, la indignación y el desasosiego que la situación me producía, se me pasaron por la imaginación mil pensamientos, algunos tan bárbaros que no me atrevo ni a contarlos. El primero es ¿Quién ha sido el “lumbreras” que ha tenido la ocurrencia de poner una tele en una habitación de hospital compartida? Oiga, yo, que llevo cuarenta y cinco años con mi Santa, confieso que rara vez nos ponemos de acuerdo para ver un programa; a ella le gustan las
películas americanas, a mi las francesas; a mi el fútbol, a ella las tertulias. ¿Vds.creen que dos desconocidos se pueden poner de acuerdo para ver algo que a ambos agrade? ¿Debe uno de ellos soportar la murga porque el otro haya pagado el puto tique? ¿Son los profesionales de la medicina, autentica alma del cuerpo sanitario, conscientes, consentidores o impulsores de de esta situación? Demasiadas preguntas a las que no encuentro respuesta razonable. Lo único que se me ocurre es que, como ya se hace en las instalaciones públicas, parques, fuentes, etc., cuando se inauguran, se ponga en cada habitación una placa que diga más o menos: “El Excmo. Sr. (aquí nombre y cargo)hizo posible esta instalación, siendo director de este hospital D. (nombre y apellidos).Torrelavega, a tantos de tantos de dos mil tantos.” Así no es que se solucione el problema, pero al menos cuando alguien se encuentre en mi caso y se acuerde de los muertos de los inventores del sistema, sabrá a quien se esta refiriendo. También podría exigirse, al comprar el tique, un documento en el que conste la conformidad del compañero de habitación, sin cuyo requisito no se expendería; me temo que este sistema no progrese porque iría, posiblemente, en detrimento de la recaudación, algo que no puede ser asumido por el concesionario de la explotación. Con independencia de la solución que se adopte para proteger los derechos del enfermo no televidente y mientras esta llega creo que no estaría de más, ahora que todo esta homologado, normalizado, reglamentado o prohibido, saliese en las pantallas tantas veces aludidas una leyenda anunciando:“LA TV NO MATA, PERO PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD MENTAL”
Me temo que todas estas ideas mías no van a tener ninguna repercusión práctica y haciendo un esfuerzo mental me pongo en el lugar de mi teleadicto compañero Adolfo, que a estas alturas, si no está en el quirófano, estará pensando de donde ha salido un espécimen antediluviano que no le gusta la televisión.
Espero que todo le vaya bien y que cuando yo vuelva a operarme, dentro de un par de meses, él este cómodamente en su casa, arrebujado en su sillón preferido, viendo la telemierda de siempre.
Por mi parte tengo un par de ideas por si la máquina de los tiques no está estropeada durante mi estancia. Una es un poco drástica, consiste en hacerme con el telemando de forma subrepticia, poco antes de la hora de la limpieza, y colocarle en el fondo del cubo de la basura. La otra es bastante más moderada y seria poner a remojo dicho mando, mientras me afeito, en el fondo de la pileta; esto es menos seguro, pues es posible que el aparato sea sumergible y no consiga el efecto deseado.
Veremos como resulta todo, auque lo más deseable es que tenga un compañero de habitación como Félix y no como Adolfo.
Ya os contaré.

Torrelavega, 17 de Enero de 2010