sábado, 14 de abril de 2012

AÑORANZAS (I)

Cuando, con cierta frecuencia , vuelvo a mi pueblo, contemplo con impotencia y tristeza, cómo va desapareciendo aquel paisaje que fue marco de mi niñez y juventud, y cómo aquellos idílicos parajes que fueron lugar de mis primeros juegos y escarceos han sido usurpados por clónicas edificaciones que, un tanto pomposamente, llaman chalés.
Pero Castro, que es mi pueblo, no solo ha sido invadido pacíficamente por el tsunami de cemento que, con la coartada del progreso, ha arrasado tantos otros lugares, sino, y para mí más doloroso, por una población foránea tan desproporcionadamente superior a la autóctona, que ésta ha sido incapaz de catalizarla son su idiosincrasia que durante tanto tiempo ha sido el alma del pueblo y nos ha identificado a los castreños.
Al hablar del alma del pueblo, no me estoy refiriendo a los geniales paisanos que han brillado con luz propia en la literatura, la música, la milicia, la arquitectura o la navegación, cuyos nombres y proezas evocamos con el mismo orgullo con que ellos divulgaron y ennoblecieron el nombre de su terruño. Estoy pensando en ese ejército de personas anónimas que forman el pueblo llano y cuya vida no tiene ningún eco fuera de la esfera local, en la que, sin embargo, son la sal y pimienta del sabroso guiso que constituye y distingue la personalidad de un pueblo.
A ellos quiero dedicar este recuerdo, rescatando de mi memoria anécdotas, personajes o vivencias, que permanecen en ella fosilizadas, antes de que el implacable sedimento de los tiempos los cubra totalmente haciéndolos desaparecer para siempre.
Siendo aún muy niño, en casa de mi abuela había, como en la mayoría de los hogares entonces, un calendario con una imagen de un santo y un taco sobrepuesto con una octavilla por cada día del año; esta hojita tenía en el anverso, en grandes caracteres, el día del mes y en más pequeños el día de la semana, el santo del día, las fases de la luna, y los días del año transcurridos y por transcurrir; impreso en el reverso, en un corto texto, se recogían desde noticias curiosas hasta los más recientes descubrimientos, pasando por las clásicas recetas de cocina o la forma casera de eliminar las manchas. Esta parte del calendario era la que excitaba mi curiosidad y la única que me interesaba, ajeno aún a que ya se había puesto en marcha el reloj de arena de mi tiempo. Y en uno de esos días de papel, leí que, en un pueblo pesquero del norte de España, famoso por la costumbre de sus habitantes de poner motes con mucha gracia a sus convecinos, vivía un matrimonio con sus tres hijas, tan feas que el ingenio popular bautizó como Horror, Terror y Furor. Me hizo gracia el apodo, y cuando se lo conté a mi abuela, me dijo que ella conocía a la familia de marras y que, efectivamente, las niñas hacían honor a sus apodos.                                                             
                                                     *
Pocos años después, cuando de regreso del Colegio Barquín, pasaba por la ferretería donde trabajaba mi padre, le escuché contar, ante la pequeña tertulia que a veces se formaba al otro lado del mostrador -por entonces aún no circulaba la palabra estrés- un original disfraz con que, años atrás, por carnaval, se paseaba por el parque un singular personaje, que quizá fuera Pitilla ¿Pitilla?. Vestía el hombre un blusón amplio que le llegaba hasta media pierna, sin ceñidor ni ninguna ropa interior; llevaba al brazo una cesta con huevos y una clueca disecada e iba jugando a la trompa que hacía bailar sobre la acera del paseo, agachándose a cogerla para que siguiese bailando en su mano libre. En esta maniobra de agacharse, dejaba al aire y a la vista de la chiquillería que le seguía y de los transeúntes que con él coincidían en el paseo, sus "colgaduras", con la sonrisa divertida de estos y el jolgorio de aquellos. Él, muy serio, con teatral parsimonia, acariciaba a la gallina y colocaba en su sitio el letrero que en la cesta rezaba: "No me toquéis los huevos que se me levanta la polla".
Mi padre, que tenía un interminable arsenal de chascarrillos, anécdotas y chistes y una especial gracia para contarlos, hacía las delicias de su limitado auditorio, y yo, simpre propenso a la carcajada, me desternillaba entre bastidores, procurando pasar desapercibido.
                                                  *
Cuando yo empezaba a pollear, los domingos por la tarde, bajaba de mi barrio de Urdiales al barrio de La Barrera, prácticamente la única diversión para el mocerío de aquella época. La amplia explanada de baile, al pie del Teatro de la Villa, estaba presidida por un artístico templete que, por sus cristales de colores, recordaba al arte moruno, y estaba flanqueada por dos paseos, el de los "ricos" y el de los "pobres". Tanto la pista de baile como ambos paseos estaban a rebosar, y, aunque la clasificación de estos no tuviera nada que ver con el significado de las palabras, si que había una verdadera separación discriminatoria. En el de los ricos, el de la derecha mirando desde el edificio del Teatro, paseaban los de Castro y, en ocasiones, algunos de familias distinguidas de Sámano o Mioño. En el otro los de las demás aldeas y los marineros, considerados por entonces clases bajas.
Pero no es esto loque yo quería contar, sino que muy cerca, en una calleja, entre el chalé de los Villota y el edificio de piedra de La Barrera, se construyó un urinario público del mismo estilo y con los mismos vistosos adornos acristalados que el templete citado. No parecía que tanta finura artística correspondiese a tal lugar, que estaba más cerca de ser callejón que calle, ni a uso tan escatológico, pero allí estaba el monumento que pronto fue bautizado por el ingenio popular como La Mezquita de Ben Amear, y así pasó a la pequeña historia local, como recordarán todos mis paisanos que ahora tengan más de medio siglo, pues esa construcción, como el templete y tantas otras, desaparecieron hace mucho, victimas de la piqueta y de la ola de modernidad que nos invade.
                                                 *
En aquellos casi remotos tiempos, todo en Castro era más pequeño, más próximo, más familiar; eran menos sus habitantes y todos se conocían por sus apodos, sus empleos o sus oficios, en los que permanecían de por vida, o así me lo parecía en mi irreflexiva pubertad: Pedro El de las aguas -"hamos subido el bajo y hamos bajado el alto"-, Mero El jardinero, Alfredo El de la luz, Don Alfredo El párroco, Manolillo El carpintero, Canales El de la fragua, Romeral El de la fábrica ladrillo, Campillo El de los muertos, Mesanza Zapatones el notario, Iribarri Peluco el patrón. y así una larga nómina de personajes que desde sus distintos cometidos componían un armónico mosaico y daban vida y personalidad al pueblo.
Los días transcurrían en aquella etapa con plácida y exasperante lentitud. Los veranos eran largos, soleados y secos -la pertinaz sequía- y los inviernos interminables, frios y lluviosos. Una muestra clara de este ritmo pausado con que se desarrollaba toda actividad eran los entierros. El féretro se trasladaba desde la casa mortuoria -todo el mundo moría en su casa- hasta el cementerio en un artístico coche de caballos más o menos engalanado según la categoría social del difunto, tirado por un viejo jamelgo, cuando el entierro era de tercera o por un hermoso tronco de caballos empenachados, si la persona fallecida pertenecía a la aristocracia local. Esta distinción de clases alcanzaba también a la Iglesia; según la categoría era el despliegue eclesial; un cura y un monaguillo para los de tercera, y tres presbíteros o más con varios acólitos para los de primera. La Iglesia recibía al féretro a pie de calle, donde los deudos le instalaban sobre el coche, al pescante del cual iba Campillo, vestido elegantemente con su frac, su sombrero de copa y sus guantes blancos, donde ocultaba sus manos encallecidas por el trabajo, haciendo restallar su látigo cuando la pereza de las bestias lo requería. Los representantes de la Iglesia abrían la comitiva que, tras el coche, encabezaba la familia seguida por sus amistades más allegadas y por una procesión de gentes más o menos larga según la popularidad del difunto, al que ensalzaban o despellejaban, según los casos, en la cola de la manifestación.
El cortejo desembocaba en la calle Silvestre Ochoa -carretera general Castro-Santander-. En esta calle, a la altura de los almacenes del Ayuntamiento, frente a la fragua de Canales, se hacía un alto, se rezaba un responso a modo de despedida, y a partir de ahí, solamente los familiares y amigos más allegados continuaban detrás del coche fúnebre, carretera adelante hasta que, a la altura del Hospital, se tomaba, a la derecha, el callejón que conduce al cementerio de Ballena; naturalmente todos a pie, salvo Campillo y el difunto. El cortejo ocupaba todo lo ancho de la carretera, por donde la escasísima circulación de entonces quedaba interrumpida. Con este ceremonial, el entierro más sencillo, el de tercera -va más ligero que un entierro de tercera-podía durar, al menos, media tarde. ¿Alguien que no haya vivido en aquella época se imagina un entierro así? ¡Qué tiempos aquellos!
Voy a dejar aquí, por ahora, este relato; pero al hilo de estos recuerdos me han venido a la memoria otras anécdotas y personajes que también merecen ser citados y que lo serán, Dios mediante, en próximas entregas de AÑORANZAS.
                           Torrelavega, 14 de abril de 2.012












domingo, 14 de marzo de 2010

MENDOZA



Antonio Hurtado de Mendoza y Larrea (o de la Rea) es, sin duda, el paisano más ilustre entre el amplio elenco de castreños que han destacado durante la larga historia de nuestro pueblo en las diferentes disciplinas artísticas, militares o políticas. Es también, a mi juicio , uno de los más desconocidos y olvidados.

Es posible que haya contribuido a éste olvido la falta de una biografía clara, que en demasiadas ocasiones, confunde con datos inexactos cuando no erróneos o contradictorios; y también el intrincado bosque del apellido Hurtado de Mendoza con sus ramificaciones, presentes, durante generaciones en la vida literaria, social y política de España.

Pero lo que más ha contribuido a que nuestro ilustre paisano haya permanecido sepultado por la hojarasca del tiempo ha sido, indudablemente, la circunstancia de haber pertenecido a la generación del Siglo de Oro de las letras españolas, codeándose y compitiendo con monstruos de la literatura como Lope de Vega, Quevedo (ambos de origen montañés, por cierto), Cervantes, Góngora, Vélez de Guevara y otros de aquella irrepetible generación.

Tuvo una especial relación nuestro paisano con Francisco de Quevedo, con el que escribió, en colaboración, hacia 1634, la comedia Los empeños del mentir.

Con Lope de Vega debió de unirle una buena amistad, como lo demuestra el hecho de haber salido en su defensa cuando éste era zaherido por otros colegas, en las habituales intrigas y rencillas producidas, las más de las veces, por conseguir el favor de los poderosos o procurarse un estatus social que les permitiese salir de la miseria en que les tenía sumidos la literatura, su trabajo.

Dan buena fe de ésta amistad la dedicatoria que de su obra El Vellocino de oro, hace Lope a la esposa de Mendoza, Doña Luisa Briceño de la Cueva, que dice así: “Esta fábula de Jason, ni escrita, ni representada en competencia y oposición de la que ilustró con su presencia y hermosura El Sol de España, sino representada y escrita para acompañar la fiesta de Aranjuez, la mayor que en aquel género ha visto el mundo, como las Relaciones del señor don Antonio, tendrán advertida a Vm. La dedico y ofrezco por estas calidades atrevido y por mis ignorancias temeroso. Bien conozco que a sus bodas debíamos los que le tenemos por maestro, felices epitalamios y a su venida felices parabienes; que en tanto que los dichosos sucesos que resultan del matrimonio se prevenían las Musas para pagarlo todo, he querido que Vm. sepa mi obligación por tan humilde ofrenda, si bien calificada con los dueños que tuvo, porque como el manto obscuro de la noche recibe tanto honor de las estrellas, así los rudos versos de esta fábula del resplandor de las señoras damas que lo representaron . Mal dije noche: pues aunque no estuvieran allí SS. MM., su bizarría y hermosura la hicieran día, y ahora impresa, las excelentes partes de Vm., que por celestial consonancia viniera a su centro, que como en los elementos es fuerza, en los méritos es dicha. Dios guarde a Vm.- Su capellán LOPE FÉLIX DE VEGA CARPIO.”


Otra muestra de esta amistad son los elogiosos comentarios que Lope dedica a la obra de Mendoza Vida de nuestra Señora, en los siguientes versos:

Bizarro ingenio dulcemente grave.
raro Maestro del hablar suave,
gallardo en prosa y verso,
conceptuoso, fácil, puro y terso,
que con la vida de la Virgen bella,
al lado de su Sol parece Estrella.

Pero, como no podía ser menos, tampoco se vio libre Mendoza de controversias y envidias y así Góngora le motejó con el apodo del “aseado lego”, en alusión a su falta de estudios.

Aunque el sobrenombre por el que era conocido, por su buena relación con los personajes de la corte de Felipe IV y con el propio rey, era el Discreto en Palacio.

Se le atribuye haber utilizado por primera vez la expresión usted en su obra “El ingenioso entremés del examinador Miser Palomo”; cuando en un pasaje de la obra, TOMAJÓN (RAE.: que toma con frecuencia, facilidad o descaro) dice, dirigiéndose a MISER PALOMO: Beso a vusted las suyas muchas veces.


Miguel de Cervantes le cita en su obra Viaje al Parnaso y le incluye entre los buenos poetas que, en su barco de versos, van con él al Parnaso por encargo de Apolo, en este verso:

Este que por llevarle te fatigas,

es Don ANTONIO DE MENDOZA y veo

cuanto en llevarle al sacro Apolo obligas.



Sin ánimo de establecer ningún orden temporal ni de género, voy a relacionar algunas de las obras más conocidas salidas de la ingeniosa pluma de nuestro paisano:

El ingenioso entremés del examinador Miser Palomo

El Doctor Dieta o segunda parte de Miser Palomo

Famoso entremés de Getafe

No hay amor donde hay agravio

Más merece quien más ama

Querer por solo querer

Cada loco con su tema o El montañés indiano

El marido hace mujer o El trato muda costumbre

Celos sin saber de quien

Los riesgos que tiene un coche o Lo que es un coche en Madrid

Los empeños del mentir (con Francisco de Quevedo)

El galán sin dama.

Vida de Nuestra Señora

Para contrastar la dimensión literaria, social y política de nuestro personaje, acudimos a su ficha en la RAH, donde encontramos, en su ámbito disciplinar:

Comendador de la Orden de Calatrava

Consejero de la Inquisición

Cronista

Escritor

Dramaturgo

Gentilhombre de cámara

Noble

Poeta

Secretario del Santo Oficio

Secretario Real



Algunos datos de su biografía que he podido contrastar, son los siguientes:

Nació en Castro Urdiales y fue bautizado en la parroquia de Santa María el 11 de diciembre de 1.586 y Murió en Zaragoza (o Madrid) en 1.644 (el 22 de septiembre)

Según el expediente de información con motivo de concederle, en 1.623, el hábito de la Orden de Calatrava, su nombre completo era Antonio Hurtado de Mendoza de la Rea Otañes y Zurbano.

Fueron sus padres Lope Hurtado de Mendoza y Otañez y Clara (o Clara María) de la Rea Zurbano, ambos naturales de Castro Urdiales.

Sus abuelos paternos Ruy-Díaz de Mendoza y Juana de Otañes eran oriundos del valle de Salcedo; y los maternos Juan de la Rea y Corbera y María Pérez de Zurbano, lo eran de Bilbao.

Tuvo un hermano menor; Bernardino Hurtado de Mendoza, que murió en 1.637 siendo general de La Armada del Mar del Sur.

Se casó en primeras nupcias con Luisa Briceño de la Cueva, hacía 1.622/23, de la que enviudó sin descendencia.

En 1.631casó con Clara María de Ocón Coalla y Córdova, con la que tuvo dos hijos; el primogénito Juan fue nombrado caballero de la orden de Calatrava a los cuatro meses de edad; murió de niño; y María Francisca Hurtado de Mendoza Ocón Coalla y Córdoba, también citada como María Francisca Mendoza o Francisca Hurtado de Mendoza; Marquesa de Miranda de Auta (Anta) ; Señora de Villar del Olmo (1.658-1685)

Antes de poner fin a este trabajo, no puedo dejar de expresar una idea que me viene rondando desde que le comencé y es que, ahora que todos los pueblos se esfuerzan y compiten en rescatar y dar realce a sus más preclaras figuras, y que existen cauces oficiales como las Concejalías de Cultura de los Ayuntamientos (supongo que también existe en Castro), quizás no fuese mala idea rescatar del olvido popular a figuras que, como Mendoza, forman parte de las más hondas raíces culturales de nuestro pueblo y cuyo conocimiento y difusión de su obra sería nexo de unión de los castreños, viejos y nuevos, y motivo de orgullo de su paisanaje.

Espero que alguien, en algún momento, tome esta iniciativa y futuras generaciones de castreños puedan ver cumplidos los deseos de éste castreño que,como tantos otros, añora La Correría.
Torrelavega, 28 de Febrero de 2.010

sábado, 30 de enero de 2010

SIERRALLANA

El pasado día 5, cuando SS. MM. de Oriente daban comienzo, con renovado entusiasmo, a su mágica labor de todos los años, yo era trasladado en ambulancia al Hospital de Sierrallana, aquejado de una afección que no viene a cuento describir para lo que quiero contar. El caso es que, no bien entró la ambulancia en las dependencias de urgencias, me vi rodeado por un grupo de médicos y enfermeras que, con admirable diligencia y profesionalidad, me hicieron toda clase de pruebas hasta dar con el origen del problema, paliar sus consecuencias y dejarme instalado en una habitación que compartía con otro paciente.
La habitación era sencilla; dos camas articuladas, separadas por un pasillo y una cortina abatible, un armario de uso doble, un baño con ducha, dos butacas reclinables y dos asientos plegables a ambos lados de las camas. En resumen, una estancia modesta pero suficiente, funcional se dice ahora, para quien esta allí el tiempo imprescindible para restaurar su deteriorada salud. Lo único que me llamó la atención en cuanto pude hacerme cargo del equipamiento es que, además del sencillo mobiliario descrito, sobre el armario compartido había una pantalla de televisión que, a mi juicio, desentonaba tanto del resto del mobiliario como del lugar de reposo, tranquilidad y recuperación que se supone debe de ser la habitación de un hospital.
Me pasé el resto de la noche cavilando sobre quien sería mi compañero de habitación, al que sentía pero no veía, cómo me adaptaría al régimen de vida del hospital y cuando me retirarían la sonda gástrica que tanto me molestaba.
Llegó por fin la mañana y conocí a mi compañero Félix;
Era un chico subnormal al que acompañaba y cuidaba su hermana
Rosi; y aquí comenzó una de las vivencias más enriquecedoras que he experimentado en muchos años. Rosi era callada y solo se la oía el escaso dialogo con su hermano, Lis, Cuco, cuando en sus accesos de tos le auxiliaba y consolaba con admirable habilidad y cariño; pensé que Rosi sería relevada por algún otro familiar por la tarde, la noche siguiente, el día siguiente, pero el relevo no se produjo y Rosi, sin salir a comer, sin cambiarse de ropa y sin el menor gesto de cansancio o hartazgo siguió asistiendo a su hermano con ejemplar abnegación y cariño durante siete días. Cuando, admirados por su actitud y comportamiento, los míos y yo quisimos hacerle ver el riesgo en que ponía su salud y elogiamos su comportamiento, nos replicó con sencillas y hermosas palabras que también ella había recibido mucho de Lis y que, de los de casa, ella era la que mejor le entendía.
Al octavo día dieron el alta a Félix y, en ambulancia, acompañado por su hermana, se fueron camino a su preciosa tierra lebaniega, dejando entre nosotros la impresión de haber convivido con una “santa civil”, una de esas personas que nos hacen sentirnos orgullosos de pertenecer a esta especie que, en ocasiones, tantas atrocidades comete.
Con el alta de Félix llegó también mi traslado a la planta que por mi dolencia me correspondía, cosa que sentí doblemente; por dejar tan admirable compañía y por cambiar de equipo de enfermeras, pues aunque todas sean magnificas profesionales, las de la ala C, donde estuve inicialmente rebasaban con mucho sus obligaciones poniendo, por su cuenta, un plus de amabilidad y cariño que en circunstancias como la mía viene a ser una medicina más y no la menos importante.
Mi nueva habitación era gemela de la anterior y con idénticos muebles y servicios. Aún no me había instalado cuando llegó el segundo inquilino, mi nuevo compañero Adolfo, algo más joven que yo, 55/60 años calculo, con una cohorte de acompañantes que pusieron la habitación a rebosar, haciendo que la puerta pareciese la del metro de Sol en hora punta.
Lo primero que me preguntó Adolfo, después del frío saludo protocolario, fue si tenía tarjeta para la tele, ya que la suya estaba a punto de terminarse; le contesté, exagerando, que no veía la tele ni en mi casa; no obstante él mandó a una de sus acompañantes a comprar el susodicho tique y en una de mis escapadas a la sala, huyendo del “guateque” me encontré, a mi vuelta, con la tele puesta. La enviada había vuelto con la noticia de que la máquina expendedora de los tiques estaba estropeada, pero Adolfo había decidido “quemar el último cartucho” de su tique y encender la PTV. No voy a ocultar mi maligno regocijo por la avería de la máquina ni mi enfado por verme obligado a ver y escuchar el artefacto, dada su situación y la de las camas, y más cuando la “comparsa” salió de la habitación dejándome “solo ante el peligro”, tendido en la cama, sin encontrar postura para eludir las imágenes y el sonido del aparato. Menos mal que, al cabo de media hora aproximadamente, la pantalla empezó a emitir mensajes de que se autoapagaría por falta de “combustible” y, efectivamente, así sucedió en un cuarto de hora.
En este lapso, entre el cabreo, la indignación y el desasosiego que la situación me producía, se me pasaron por la imaginación mil pensamientos, algunos tan bárbaros que no me atrevo ni a contarlos. El primero es ¿Quién ha sido el “lumbreras” que ha tenido la ocurrencia de poner una tele en una habitación de hospital compartida? Oiga, yo, que llevo cuarenta y cinco años con mi Santa, confieso que rara vez nos ponemos de acuerdo para ver un programa; a ella le gustan las
películas americanas, a mi las francesas; a mi el fútbol, a ella las tertulias. ¿Vds.creen que dos desconocidos se pueden poner de acuerdo para ver algo que a ambos agrade? ¿Debe uno de ellos soportar la murga porque el otro haya pagado el puto tique? ¿Son los profesionales de la medicina, autentica alma del cuerpo sanitario, conscientes, consentidores o impulsores de de esta situación? Demasiadas preguntas a las que no encuentro respuesta razonable. Lo único que se me ocurre es que, como ya se hace en las instalaciones públicas, parques, fuentes, etc., cuando se inauguran, se ponga en cada habitación una placa que diga más o menos: “El Excmo. Sr. (aquí nombre y cargo)hizo posible esta instalación, siendo director de este hospital D. (nombre y apellidos).Torrelavega, a tantos de tantos de dos mil tantos.” Así no es que se solucione el problema, pero al menos cuando alguien se encuentre en mi caso y se acuerde de los muertos de los inventores del sistema, sabrá a quien se esta refiriendo. También podría exigirse, al comprar el tique, un documento en el que conste la conformidad del compañero de habitación, sin cuyo requisito no se expendería; me temo que este sistema no progrese porque iría, posiblemente, en detrimento de la recaudación, algo que no puede ser asumido por el concesionario de la explotación. Con independencia de la solución que se adopte para proteger los derechos del enfermo no televidente y mientras esta llega creo que no estaría de más, ahora que todo esta homologado, normalizado, reglamentado o prohibido, saliese en las pantallas tantas veces aludidas una leyenda anunciando:“LA TV NO MATA, PERO PERJUDICA SERIAMENTE LA SALUD MENTAL”
Me temo que todas estas ideas mías no van a tener ninguna repercusión práctica y haciendo un esfuerzo mental me pongo en el lugar de mi teleadicto compañero Adolfo, que a estas alturas, si no está en el quirófano, estará pensando de donde ha salido un espécimen antediluviano que no le gusta la televisión.
Espero que todo le vaya bien y que cuando yo vuelva a operarme, dentro de un par de meses, él este cómodamente en su casa, arrebujado en su sillón preferido, viendo la telemierda de siempre.
Por mi parte tengo un par de ideas por si la máquina de los tiques no está estropeada durante mi estancia. Una es un poco drástica, consiste en hacerme con el telemando de forma subrepticia, poco antes de la hora de la limpieza, y colocarle en el fondo del cubo de la basura. La otra es bastante más moderada y seria poner a remojo dicho mando, mientras me afeito, en el fondo de la pileta; esto es menos seguro, pues es posible que el aparato sea sumergible y no consiga el efecto deseado.
Veremos como resulta todo, auque lo más deseable es que tenga un compañero de habitación como Félix y no como Adolfo.
Ya os contaré.

Torrelavega, 17 de Enero de 2010

domingo, 5 de abril de 2009